Apuntes y piruetas varias sobre la totalidad de la nada
«¿Dónde te captaré, oh naturaleza?» Goethe
Más que una superficie transparente donde toparse con el reflejo de uno mismo, y de una vez por todas reconocer(se), la textura del mar que protagoniza el vídeo presentado por Paco Nadie en su nuevo proyecto expositivo, Durmiendo en la orilla, con sus olas negras y su espuma agitada, recuerda a un espejo quemado. Un cristal oscuro, profundo como la piel aunque hermético. Frente su superficie ondulante, las palabras pronunciadas por el artista, recogidas de diversos poemas, a la espera de un cuerpo para encarnarse, flotan libremente, rebotando una y otra vez en nuestra cabeza, mientras esquivan la necesidad de construir un sentido único.
Hemos aprendido a dudar de la relación que se establece entre la imagen, las palabras y las cosas. La representación es acechada por constantes dudas, ya que no asegura la transferencia de conocimiento, sino que lo suplanta haciendo pasar la copia por lo real. La voluntad de saber, de esta forma, se muestra acorralada figuras y formas que nos recuerda al mundo sin aspirar a poder ser él mismo. Como señala la voz nostálgica del propio artista en el vídeo en paralelo a esta frustración en y por las imágenes, somos incapaces de recuperar la ansiada unidad entre el pensar y el hacer, la vida y la obra, lo que fue y lo que todavía no ha sido.
Paco Nadie dispone su trabajo entre la actualidad del mecanismo utilizado, el modelado virtual, y la finalidad de unas imágenes que a pesar de no tener un verdadero cuerpo presenta un catálogo verdadero de morfologías naturales. En torno a esa herida abierta entre lo que es y lo que puede ser imaginado, las distintas piezas mostradas señalan la distancia entre el mundo y su representación, a saber, las esferas de lo virtual y lo real, donde las tecnologías de reproducción, primero, y de animación y modelado por ordenador hoy en día, no han hecho más que borrar más y más la línea entre la vida y su imagen.
Después de los logros ilustrados alcanzados por la ciencia positivista del siglo XVIII en su íntima relación con la imagen como vehículo del conocimiento, con el progreso ya como meta única de la humanidad, el espíritu romántico desarrolló una cierta fascinación por un tipo de naturaleza que no se deja aprehender del todo. O mejor sería decir una cierta frustración que llevó al artista a, finalmente, disfrutar del síntoma, que diría el filósofo Zizek. Al cabo, fue durante aquel siglo cuando se vislumbró la imposibilidad de leer el mundo como un libro abierto, que había sido, por otra parte, el punto de partida de la investigación experimental inaugurada en el Renacimiento.
De ahí los viajes sinfín a través de paisajes inmensos cubiertos de niebla, o también las aventuras a través de peligrosos mares y traicioneros desiertos, donde el infinito es el único horizonte de un sujeto doblegado, que se sabe condenado a conocer la cosa solo por las apariencias. Y de ahí, también, vanos intentos como el de Goethe cuando trató de componer un atlas del color que, de partida, sabía incompatible con los descubrimientos ópticos de Newton: una ciencia de partida fracasada, y no por eso menos imaginativa, capaz en todo caso de encarnar lo particular en lo universal.
Durmiendo en la orilla presenta la tentativa de estudiar las dinámica del espíritu a través de la quietud y la solidez de distintos cuerpos y superficies. Un ejercicio que es, a su vez, fruto de un desencanto generalizado: la división del saber y el final de la ideología, producto de nuestro tiempo, que ha convertido toda tecnología en magia. Un tiempo donde el hombre moderno, finalmente, se repliega sobre sí mismo convirtiendo su lucidez en un gesto altivo que, en el fondo, encierra una mueca de tristeza. Mientras el universo se expande el sujeto se contrae articulando su experiencia en torno a sí mismo, a su subjetividad. Rigurosa primera persona que, no obstante, se sabe asediada y también limitada. Hölderlin encerrado en su torre durante treinta y seis años, escondido y escindido bajo otro nombre, un sujeto convertido en otro sujeto, en otra persona, esperando a la manera de un cabalista medieval que una combinación de palabras le devolviera a la edad de oro.
Dice el tópico romántico que el mundo es una limitación ilimitada. Imposible no pensar en las piedras que nos presenta Paco Nadie, piedras única y que sin embargo normalmente son aprendidas como multitud, como también sucede con los granos de arena. La paradoja, por lo demás, no puede resultar más oportuna puestos a hablar de este ejercicio de morfología, que desde el análisis de lo supuestamente informe trata de mostrar lo diferente de lo idéntico. Y es que el mundo sólo es comunicable como repetición de cosas idénticas pero a la vez distintas. Las matemáticas empleadas para desarrollar esta serie de animaciones, gracias a la abstracción de los números utilizados en el cálculo de posiciones relativas y geometrías que se expanden, más que un fenómeno referido a la esencia de las cosas, hace real la realidad convirtiéndola en una figura visible, en una experiencia.
Con todo, nos recuerda Rafael Argullol en su libro El Héroe y el Único, como el romanticismo es algo más que un periodo histórico constreñido entre unas fechas exactas. El romanticismo del que participa Paco Nadie o, mejor dicho, lo romántico, es en verdad un impulso que recorre toda la historia del arte, el pensamiento y la literatura. Una querencia un tanto inefable, aunque distinguible siempre tanto en las tragedias griegas como durante el barroco, por no hablar de las infidelidades que ha tenido la abstracción pictórica o también la vanguardia con el misticismo, la trascendencia o el desengaño de la realidad.
Estos y otros temas como pueden ser la vanidad, el sufrimiento, la muerte, la precariedad del ser y por supuesto el movimiento eterno y la ilusión de progreso, todos ellos propios de esa pulsión romántica de la que hablábamos, son en esencia temas que el artista ha venido trabajando durante toda su carrera y que ahora, de hecho, amplia con este nuevo proyecto. Durmiendo en la orilla trata, en ese sentido, la relación que se establece entre los eternos contrarios. Encuentro que en realidad esconde un desencuentro, ejemplificado en la muestra a través de la exploración de las formas de naturaleza antagónicas, formas distintas de la sustancia, cuerpos animados por un discurso visual y virtual que le otorga textura y densidad, como sucede con las piedras convertidas en trazos sobre fondo negro, o las dunas iluminadas en un elegante ejercicio de claroscuro.
Así, de la mano del oximoron barroco, del que también participa la cita con la que comienza este texto, el artista explora los espacios intermedios, la disonancia y el citar sin citar que implica cada frase cantada. Siempre entre el silencio del paisaje y el sonido del mundo callado, entre la luz y la sombra. La razón busca siempre distanciarse del sin sentido, pero frecuentemente se contenta con la absoluta nada: la acción buscada y la parálisis inevitable del sujeto frente al empuje del tiempo.
Texto de Alfredo Aracil para "Durmiendo en la orilla" que pudo verse en la Sala 1 del CCAI de Gijón desde el 25 de junio hasta el 26 de julio de 2015